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El verdadero Viaje —del héroe—

Actualizado: 28 ago


La banalización de la espiritualidad, la mercantilización de cualquier concepto que pueda generar "likes" rápidos, y el sesgo materialista que despoja de su raíz trascendente a toda tesis son fenómenos característicos de nuestra época. Esto es especialmente evidente en la interpretación popular del "Viaje del héroe", un concepto desarrollado por Joseph Campbell en su libro El héroe de las mil caras, que a menudo se reduce a un "simple viaje de desarrollo personal" en el que la persona adquiere "recursos internos" para la vida.

Sin embargo, Campbell llega al núcleo mismo de la existencia y de la iniciación espiritual.




El héroe de las mil caras es un libro impresionante, con destellos de clarividencia altamente iluminada y momentos en los que el autor logra conmover al héroe-heroína que todos llevamos dentro. 


No solo lo que describe Campbell, meticulosamente documentado, sino su forma de expresarlo, hacen sospechar que el autor no relata los frutos de su investigación observando el fenómeno únicamente desde un punto de vista externo. El mismo autor parece haberse convertido en un «maestro de dos mundos». 


Campbell realizó su labor académica de forma prolija y nos habla con palabras de este mundo, pero a su vez, le habla al alma del lector con aquello que las letras no pueden asir. Describe lo que hay detrás del velo de lo ordinario con un peso ontológico que solo poseen aquellos que conocen de primera mano el descenso al inframundo, la lucha con el dragón, y que han logrado un retorno victorioso, reconciliados con la Presencia eterna. Campbell parece saber que él también representa un papel en la «suprema ordalía». A mi modo de ver, nos ha regalado en esta obra nada menos que el elixir del conocimiento obtenido en propio viaje del héroe.


En esta entrada, expondré una reseña del libro publicado por la editorial Atalanta, donde ofrezco una visión que considero fiel a lo que el autor quiso transmitirnos. Para ello, cada idea expuesta está respaldada con citas del libro y referencias a las páginas correspondientes.


Si dejamos atrás el infantilismo cientificista, que se asemeja a la postura de un bebé que, al no ver a su madre en la habitación, llora porque cree que "no existe", y nos acercamos como humanidad a una madurez psíquica—incluso más racional y lógica—entonces mereceremos la recompensa: podremos mirar de frente al abismo que es el alma humana. Sentiremos con certeza empírica aquello que no podemos medir, pero que, aun así, es el motor de la vida. Este motor, el Espíritu invisible, se manifiesta en la obra de todo gran pensador e investigador genuino, como es el caso de Joseph Campbell en El héroe de las mil caras.



Resumen del libro

Campbell comienza el libro explicando la idea del monomito o viaje del héroe, una estructura narrativa que define como el patrón común en las historias de héroes —mitologías, leyendas y cuentos— de diversas culturas humanas, que representa la «aventura del alma» (p. 42). Nos introduce en la importancia y función del mito y su relación con los sueños.


La aventura del héroe comienza con la llamada, que, sea estruendosa o silente, siempre marca la entrada de un desencadenante trascendental. Completar el ciclo equivale a una muerte y renacimiento. El rechazo del llamado por parte del héroe significaría el desmoronamiento de su vida, ya que negarse a la misión que le ha sido encomendada desestabilizaría su mundo, sumiéndolo en el caos.


Siempre que el héroe acepte la llamada y decida dar el paso fuera de su mundo conocido, encontrará ayuda sobrenatural y asistencia en su travesía. Al enfrentarse al umbral que separa el mundo ordinario del mundo de la aventura trascendental, se encontrará cara a cara con las fuerzas que actúan como guardianes entre ambos mundos. Atravesando esta frontera y penetrando en tierras desconocidas, el héroe comienza una etapa de pruebas que le llevará a encontrarse con dificultades, pero también, a obtener el conocimiento sobre quién es y cuál es la Realidad[1] de la existencia.


El camino estará lleno de pruebas, pero en todo momento «hay un poder benigno que lo ampara en tan sobrehumano tránsito» (p. 129). El descenso a las profundidades de la psique implica sumergirse en aguas temibles, cargadas de contenidos inconscientes.


En esta travesía, el héroe integrará los aspectos duales y fragmentados de su psique, alcanzando también la reconciliación con el Padre.

En la apoteosis, accederá a un estado de unión y reconocimiento de su identidad divina, y tras obtener el elixir de la visión suprema y el conocimiento de la Realidad, deberá regresar al mundo ordinario. Puede sentirse reticente a dejar la dicha unitiva y celestial, pero su tarea será compartir con su comunidad terrenal la visión alcanzada, a pesar de la dificultad de expresarla en lenguaje común.


Una vez que regresa, el héroe se convierte en maestro de ambos mundos y ejerce la libertad que le otorga haber aprendido a transitar entre ellos, pues ahora conoce los códigos de cada uno y se mueve con discernimiento y maestría.


Este viaje, que representa el tránsito desde la conciencia individual hacia la consciencia universal, simboliza, a su vez, un tránsito de la dualidad a la unidad, de la multiplicidad manifiesta, al retorno al origen inmanifestado. El recorrido del héroe, que parte de su hogar geográfico hacia la aventura en lo desconocido y regresa glorificado, refleja el mismo viaje emprendido por el cosmos: desde el vacío hacia la diversidad de formas, para luego retornar a la disolución en lo inmanifestado. Así, el ciclo macrocósmico se refleja en el héroe como un ciclo microcósmico.


Finalmente, Campbell reflexiona sobre el mito, el culto, la meditación, y sobre cuál es la tarea del héroe contemporáneo en nuestras sociedades de Estados seculares, donde la tradición ha sido destrozada y surgen fenómenos como el «patriotismo» y la «ética del negocio».


[1] Distingo «Realidad» (con mayúscula) en referencia a una realidad trascendente. Tesis de la obra

La tesis central de El héroe de las mil caras es que existe un patrón narrativo común, conocido como monomito o viaje del héroe, presente en los mitos, leyendas y cuentos de la historia humana a través de diversas culturas. Este patrón emerge del sustrato común de información arquetípica de la humanidad, lo que Carl Jung denominó el inconsciente colectivo. Campbell describe esta emergencia como la

«secreta abertura por la que las energías inagotables del cosmos se vierten hasta cuajar en la manifestación cultural humana» (pp. 19-20),

 y señala que responde a la función de ayudar al individuo a comprender aspectos trascendentes inefables de la existencia, «hacer posible el salto, y ponerlo así a nuestro alcance, por medio de la analogía» (p. 322) ya que

«los propios órganos con los que contamos para comprender este sustrato del ser, indiferenciado y aun así particularizado allí donde se mire, acaban frustrando la propia comprensión» (p. 322).    

Esto sugiere que «las realidades representadas en los cuentos de hadas, en el mito y en las divinas comedias de redención» (pp. 47-48) han sido incomprendidas por el saber occidental contemporáneo, lo que ha dado como resultado la pérdida de una fuente vital de información simbólica para la plenitud psíquica del ser humano. Campbell señala que

«esos relatos eran considerados en el mundo antiguo de un rango más elevado que la tragedia, depositarios de una verdad más honda, más difíciles de llevar a cabo, dotados de una estructura más sólida y un mayor poder de revelación» (p. 48).

 

El viaje arquetípico descrito por Campbell representa el viaje de la consciencia —psique o alma— y es

«el canto maravilloso de la alta aventura del alma» (pp. 41-42).

Este viaje es comprendido a través de los símbolos mitológicos, que deben ser seguidos hasta sus últimas implicaciones para que «muestren todo el sistema de correspondencias mediante el que representan, por analogía, la aventura milenaria del alma» (p. 315). Como Campbell afirma,

«los mitos cuentan el peligroso viaje del alma, los obstáculos que ha de sortear» (p. 449).

Si los seres humanos desarrollan la capacidad para comprender el mensaje simbólico de los mitos, tendrán una herramienta valiosa para alcanzar una mayor plenitud psíquica. Campbell concluye que

«los seres humanos deben entender y ser capaces de ver que la misma redención se revela a través de símbolos diversos» (p. 475).

Esto permitirá descubrir la trama de la revelación perenne, donde

«la tragedia es la destrucción de las formas y de nuestro apego a las formas; la comedia, el gozo inagotable de la vida invencible, libre de trabas y preocupaciones» (p. 48).

En este contexto, la experiencia del individuo abarca tanto la ascensión como el descenso (khatodos y anodos),

«que juntos constituyen la totalidad de la revelación que es la vida, y que el individuo debe conocer y amar si ha de ser purgado (katharsis = purgatorio) del contagio del pecado (la desobediencia a la voluntad divina) y de la muerte (la identificación con la forma mortal).» (p. 48)

 

Ideas importantes


Los mitos tienen la función de transmitir una información vital que no se encuentra accesible a la consciencia ordinaria

Campbell plantea que tanto nuestros sentidos como las formas y categorías del pensamiento humano, debido a su naturaleza formal, impiden acceder al conocimiento del sustrato indiferenciado de «poder ubicuo» del que surgen las «estructuras visibles del mundo». De este modo, la mente se encuentra limitada «hasta tal punto que, por lo general, es imposible, no ya ver, sino aún concebir más allá del espectáculo fenoménico» (p. 322). En el mundo de la vida humana,

«el campo de la consciencia se contrae» y el ser humano «pierde perspectiva, comprende solo las superficies tangibles de la existencia que reflejan la luz. Se le cierra la visión de las profundidades.» (p. 379)

En este contexto, la función del rito y el mito es

«hacer posible el salto, y ponerlo así a nuestro alcance, por medio de la analogía» (p. 322).

Las figuras mitológicas no son solo «síntomas de lo inconsciente», como lo son los pensamientos y actos humanos,

«sino que también responden al control y a la intención de ciertos principios espirituales en ellas manifiestos, constantes que han perdurado en el curso de la historia de la humanidad como forma y estructura nerviosa de la propia psique humana» (p. 321).

Campbell resalta que estos símbolos heredados han recibido la atención de personajes «maestros del espíritu» y se han utilizado para transmitir

«la más profunda instrucción moral y metafísica» (p. 321),

como en el caso de Laozi, Buda, Zoroastro, Jesucristo o Mahoma. Por ello, es necesario prestarles atención, pues resulta obvio que

«lo que tenemos delante no es un puñado de sombras, sino un conocimiento vastísimo» (p. 321).

De esta manera, el individuo atrapado por las formas del mundo fenoménico necesita del mito para

«disipar las brumas que nos atan a dicha ignorancia vital mediante la reconciliación de la consciencia individual con la voluntad universal» (p. 302).

 


Los mitos nos revelan un mensaje perenne

Campbell plantea que existe «un único tema mitológico» (p. 48) que da pistas sobre cómo transita la travesía el alma humana que ha olvidado su naturaleza. Asegura que la misma historia «se cuenta en todas partes, y la uniformidad del relato resulta sorprendente» (p. 380) y que este mensaje es claro y universal:

«las estructuras visibles del mundo —todos los seres y las cosas— son los efectos de un poder ubicuo del que surgen; poder que los sostiene y colma en el período de su manifestación, y al que en última instancia deben volver disueltos. La ciencia conoce este poder como energía, los melanesios, como mana, los indios sioux, como wakonda; los hindúes, como Sakti, mientras que los cristianos lo llaman el poder de Dios. El psicoanálisis lo denomina libido cuando se manifiesta en la psique. Y manifiesto en el cosmos, es la estructura y el flujo del universo mismo.» (p. 322).

El mito, entonces, abre la posibilidad para los seres humanos de «hacernos conscientes de la verdadera relación entre los fenómenos pasajeros en el tiempo y la vida imperecedera que en todos vive y muere». (p. 302)

 


El viaje tiene una estructura básica iniciática

La tipología que presentan los ritos de iniciación —separación, iniciación y retorno, que Campbell denomina «la unidad nuclear del monomito» (p. 50)— se amplía en el sendero típico que sigue el héroe en su aventura mitológica. Este sendero incluye etapas adicionales, como la llamada a la aventura, el cruce del primer umbral, la senda de las pruebas, el encuentro con la diosa, y la reconciliación con el padre, entre otras.


El viaje implica, necesariamente, enfrentarse a dificultades y peligros, pero el héroe siempre contará con «ayuda sobrenatural» y regresará victorioso trayendo el elixir del conocimiento superior, el

«estado celestial que alcanza el héroe humano cuando traspasa el último terror de la ignorancia» (p. 194).

Las pruebas vitales que atraviesa el héroe son, en realidad, batallas internas que se libran para alcanzar un crecimiento espiritual.  Como afirma Campbell

«la agonía que supone atravesar las limitaciones personales es la agonía del crecimiento espiritual». (p. 243)


La aventura implica la trascendencia del ego individual

Campbell plantea en su obra, en reiterados pasajes, que esta travesía requiere siempre la ardua tarea de «el abandono de la adhesión al ego» (p. 168). Este abandono es esencial para que el héroe pueda trascender las limitaciones impuestas por su identidad individual y abrirse a la experiencia de lo trascendente.


El héroe, cuya «inclinación al ego ya ha sido aniquilada», es capaz de atravesar los horizontes del mundo y enfrentar los desafíos más temibles «con el mismo aplomo que un rey paseándose por los aposentos de su palacio» (p. 125). Este dominio sobre el ego le permite operar en un estado de equilibrio y paz interior, alcanzando «dentro y fuera idéntico reposo» una vez que ha superado

«los engaños del ego que antes tenía, el cual no dejaba de mirarse el ombligo, seguro de sí mismo, a la defensiva» (p. 213).

A medida que el héroe avanza en su viaje, el ego se disuelve por completo:

«El ego arde, hecho cenizas. El cuerpo sigue moviéndose por la tierra, como una hoja marchita al albur del viento, pero el alma ya se ha disuelto en el océano de dicha» (p. 435).

Esta disolución del ego no solo libera al héroe de sus ambiciones personales, sino que lo lleva a un estado de completa entrega y aceptación:

«Disueltas ya del todo sus ambiciones personales, no intenta más vivir, sino que se relaja voluntariamente y acepta lo que sea que pueda pasarle, es decir, se vuelve anónimo. La Ley vive en él, y él lo consiente sin reservas» (p. 301).

Esta trascendencia del ego culmina en una existencia que es una «manifestación directa de la ley»—entendemos Ley Universal—, donde la vida del héroe, «por entero libre de tal consciencia del ego», representa «la vida heroica» en su escala más grandiosa (p. 429).

 



El viaje implica también armonizarse con el plan divino

Campbell deja entrever la idea de que una consecuencia del viaje del héroe es llegar a hacerse uno con la ley universal.

«Habiendo logrado esta profundidad de visión, sereno y libre en sus acciones (…) el héroe es vehículo consciente de la Ley terrible y prodigiosa, sin importar a que se dedique, ya sea carnicero, jinete o rey» (p. 303)

y concluye en que, para alcanzar la plena condición humana, es necesario

«aprender a reconocer los lineamientos de Dios en la maravillosa y variada modulación del rostro del ser humano”. (p. 475).

 


El viaje del héroe es un viaje interior —esotérico— más que exterior —exotérico—

El viaje del héroe es interior, pues la vida misma «es camino oculto de perfección» (p. 470) y en ese trayecto interno, contrario a las demandas de la sociedad (p. 470) el «exilio es el primer paso que se debe dar en toda búsqueda.» (p. 470). Como señala Campbell,

«cada uno lleva dentro el todo, por eso se lo puede buscar y hallar dentro de sí.» (p.470).

 


El mundo exterior —exotérico, fenoménico, material— es la contingencia del mundo interior —esotérico, nuclear, esencial—

Campbell señala que las diferencias humanas externas —propias del mundo de la manifestación— son contingentes y ocultan la esencia.  Como él mismo afirma

«Las diferencias de sexo, edad y ocupación no son esenciales a nuestro carácter, sino meros ropajes que vestimos una temporada en el gran escenario del mundo. La imagen del ser humano interior no se debe confundir con la ropa que viste. Creemos que somos estadounidenses, hijos del siglo xx, occidentales, cristianos civilizados. Que somos virtuosos o pecadores. Pero son distinciones que no aclaran lo que es el ser humano, sino que tan sólo designan cuestiones contingentes como la geografía, la fecha de nacimiento o nuestros ingresos. ¿Qué hay en el núcleo de nosotros mismos? ¿Cuál es el carácter esencial de nuestro ser» (p.470)

 


La meditación tiene importancia en este viaje interior

Campbell reflexiona sobre la meditación y destaca que tiene la potencia de hacer que el individuo  trascienda las individualidades contingentes, de llevarlo

«a su propia profundidad y, por fin, a la comprensión de lo insondable.»(p. 470).

Entonces,

«la sociedad y los deberes caen por su propio peso» (p. 471).

 


Se alcanza libertad cuando se comprende lo esencial

Campbell destaca una relación entre la libertad y el conocimiento de lo esencial. De este modo, la libertad del héroe —la liberación— se da el día

«en el que el alma y el ser universal saben que son uno y el mismo.» (p. 455).

Como resultado,

«los valores y distingos que tan importantes parecen en la vida de todos los días se esfuman cuando al ser lo asimila aquello que antes era solo alteridad» (p. 277).

Así mismo, afirma que la meta sería

«comprender que uno es esa esencia» (p. 471).

Esta comprensión —y no solo la visión— es lo que habilita al ser humano a,

«como tal esencia vagar libre por el mundo» (p. 471),

refiriéndose a

«cada uno de nosotros: no el ser físico que se ve en el espejo, sino el rey que llevamos dentro». (p. 447)

 


La Iniciación[2] es la integración de las polaridades y la reunificación de lo fragmentado —religare— lo que concluye en la concordia de la Unidad[3]

La Iniciación en el viaje del héroe, según Joseph Campbell, es un proceso profundo que implica la integración de las polaridades y la reunificación de lo fragmentado, lo que culmina en la concordia de la Unidad. Este proceso lleva al héroe a trascender la dualidad y a alcanzar un conocimiento supremo que unifica su ser con la Realidad Una.

«Los dos -el héroe y su dios postrero, el que busca y el que es hallado- han de entenderse, por tanto, como el afuera y el adentro de un único misterio que se refleja a sí mismo y que es idéntico al misterio del mundo manifiesto.» (p. 63).  

La gesta del héroe consiste, entonces, en

«alcanzar el conocimiento de esta unidad en la multiplicidad y luego hacerla suya.» (p. 63)

En este contexto, la Iniciación también es la revelación de que

«lo Increado-Imperecedero perdura por encima de los polos opuestos fenoménicos, y que no hay nada que temer» (p. 125).

Este conocimiento culmina en la aventura final del héroe, en la cual Campbell señala que se suele representar como

«un matrimonio místico (ἱερός γάμος) entre el alma triunfante del héroe y la diosa reina del mundo» (p. 143).

La integración de las polaridades es un tema recurrente en la obra de Campbell. Se ejemplifica en la comprensión de que

«el padre y la madre se reflejan el uno al otro y, en esencia, son lo mismo» (p. 171).

Esta integración trasciende las apariencias, ya que

«la distinción entre la eternidad y el tiempo es aparente; solo la hace la mente racional, y acaba disolviéndose en el conocimiento cumplido de la mente que ha trascendido los pares de opuestos» (p. 197).

La reconciliación del héroe implica

«abandonar a ese monstruo de dos cabezas que nos hemos creado: el dragón que creemos que es Dios (el superego) y el dragón que creemos que es el pecado (el id reprimido).» (p. 168).

Al finalizar su travesía, la mente del héroe

«habrá transitado más allá de la experiencia objetiva, a un reino simbólico en el que el dualismo ha quedado atrás» (p. 198).

Este proceso de integración también abarca la gran paradoja de la creación, donde

«se viene abajo el muro de los pares de opuestos…Dios, quien, cuando creó al hombre a su imagen y semejanza, lo creó macho y hembra» (p. 221).

En esa trascendencia de los opuestos el héroe resignifica la vida y descubre que lo que antes resultaba amenazante, ahora, con esta nueva forma de comprensión, se ha vuelto armonía y sentido benevolente

«el alma del héroe da un valiente paso al frente, entra en esa dimensión y descubre que las harpías se han convertido en diosas y que los dragones son los perros guardianes de los dioses» (p. 277).

La Iniciación, por tanto, no solo integra las polaridades, sino que las unifica en una comprensión profunda de que

«la esencia de uno mismo y la esencia del mundo: estos dos son uno» (p. 471).

Al final,

«la mente rompe la esfera límite del cosmos, y su comprensión trasciende toda experiencia de forma: todas las simbolizaciones, todas las divinidades, hasta caer en la cuenta del vacío ineludible» (p. 244).  

El héroe, al completar su travesía, descubre que

«el sustrato perdurable del individuo y de su progenitor son uno y el mismo».

El místico, en su estado de meditación profunda,

«descubre esta presencia duradera en la hondura de su reposo y estado andrógino original» (p. 346).

Esta comprensión se extiende a un descubrimiento mayor: que

«la identidad mora bajo la ilusión de la dualidad… bajo las multitudinarias individualidades de todo el universo que nos rodea, humano, animal, vegetal y hasta mineral» (p. 347).

Y que uno, a la vez, «es esa esencia» (p.471)

Finalmente, la Iniciación lleva al héroe a la comprensión de que «el padre y yo somos uno y el mismo». Los héroes que alcanzan esta iluminación, la más alta, son «los redentores del mundo, llamados “encarnaciones” en el sentido más elevado de la palabra» (p. 428). Esta comprensión final se resume en la realización de que «no hay separación», y que

«así como la senda de la vida en sociedad puede acabar haciendo que el Todo se cumpla en el individuo, de igual manera la senda del exilio trae al héroe al Ser que hay en todo» (p. 471).

Al regresar de su travesía, el héroe vuelve la mirada

«al mundo exterior fenoménico desde el ámbito interior de la verdad que trasciende el pensamiento» y descubre que «percibe fuera el mismo océano del ser que hallaba dentro» (p. 213).

En esta reconciliación final,

«los que saben que el Imperecedero no solo vive en ellos, sino que ellos y todas las cosas no son más que el Imperecedero mismo»,
«oyen por doquier la música inaudible de la concordia universal» y se convierten en «los inmortales» (p. 215).

 


La comprensión de la paradoja es un efecto secundario de la culminación del viaje —la iniciación—

La aventura del héroe —el tránsito de la periferia de la Realidad al centro de la existencia— implica también la comprensión e integración de la paradoja. Como Campbell señala,

«allí donde el moralista no cabría en sí de indignación, ni de pena y horror el poeta trágico, la mitología hace que la vida entera estalle en una gran y horrenda Divina comedia.» (p. 70).

Este estallido no es sino la manifestación de la complejidad y dualidad de la existencia, donde

«el conflicto nunca es lo que parece en el mundo creado» (p. 356).

Lo que en un nivel superficial puede parecer terrible, al contemplar la Realidad desde el centro, se revela como parte de un proceso benéfico y necesario:

«desde el centro de la presencia de la que emanaba, la carne se rendía de buen gusto y la mano que la hacía pedazos no era, al fin y al cabo, más que un agente de la voluntad de la misma víctima» (pp. 356-357).

Este cambio de perspectiva es crucial, ya que, como Campbell sostiene,

«no en vano el Todo está en todas partes, y cualquiera puede ser la sede del poder. En el mito, cualquier brizna de hierba puede asumir la figura del salvador y guiar al buscador errante hacia el sanctasanctórum de su propio corazón» (p. 67).

El héroe, al alcanzar la visión culminante, trasciende los pares de opuestos. La virtud, que somete al ego, da lugar a esta centralidad transpersonal, donde

«a través de todo se percibe la fuerza trascendente que vive en todo, que en todo es maravillosa y merecedora en todo de nuestra más profunda reverencia» (p. 68).

Así, los símbolos cósmicos se presentan imbuidos de

«un espíritu de sublime paradoja que desconcierta al pensamiento. El reino de Dios está dentro, pero también fuera.»

El alma es llamada por Dios a despertar de su letargo,

«su sueño es la vida; la muerte, el despertar» (p. 324).

Entonces, el héroe se enfrenta a su propia disolución.


Esta paradoja fundamental del mito se evidencia en la percepción dual del destino, «algo que 'sucede', pero que también es 'originado'» (p. 357). Las contradicciones, el bien y el mal, la muerte y la vida, son todas expresiones de una misma fuente, un «ombligo del mundo» que, siendo la causa central, otorga tanto placer como dolor, virtud como vicio. La creación misma, con sus formas que emergen del tiempo y la eternidad, encapsula esta paradoja,

«el secreto germinal del padre» (p. 191),

que nunca puede ser completamente explicado, pero que revela una armonía subyacente.


«Son visiones distintas de la misma espantosa Providencia. Están contenidas ahí, y de ahí proceden las contradicciones, el bien y el mal, la muerte y la vida, el dolor y el placer, los dones y la carestía. Como la persona ubicada a las puertas del sol, es la fuente de todos los pares de opuestos.» (p. 189)

La diosa, símbolo de la creación y destrucción, une lo «bueno» con lo «malo» al exponer «las dos formas que adopta lo universal.» Se espera del devoto una contemplación ecuánime que

«purga su espíritu de toda sentimentalidad y resentimiento infantiles e inoportunos, y se le abre la mente a la presencia inescrutable que, ante todo, no es ni ‘buena’ ni ‘mala’ por lo que se refiere a la ingenua conveniencia humana, a la dicha y aflicción del propio devoto, sino ley e imagen de la naturaleza del ser.» (p. 149).

Así, el Poder Cósmico, el universo en su totalidad, es la armonía de todos los pares de opuestos, y combina

«felizmente el terror a la destrucción absoluta con el consuelo impersonal y, sin embargo, maternal.»  (p. 149).

Campbell refiere que

«desde el punto de vista de la fuente, el mundo es una armonía majestuosa de formas que se vierten en el ser, explotan y acaban disolviéndose. Pero lo que las criaturas experimentan en su breve tránsito es una cacofonía terrible de gritos de guerra y dolor. Los mitos no niegan esta agonía (la crucifixión), sino que revelan la paz esencial que lleva dentro, detrás y en torno suyo (la rosa celestial).» (p. 357).

La comprensión de la paradoja, por tanto, no es solo un efecto colateral de la iniciación del héroe, sino una revelación esencial que integra y trasciende las dualidades de la existencia.

 


El mal —la oscuridad— son percepciones ilusorias producidas por la naturaleza de la manifestación

Campbell nos invita a reconsiderar nuestra percepción del mal y la oscuridad, no como realidades absolutas, sino como ilusiones derivadas de la naturaleza de la manifestación. Aunque desde la perspectiva humana parezca que el mal y el bien son contrarios, y aunque moralmente deseemos que uno de ellos no exista, en la trama amplia del universo, el juego de luces y sombras no es otra cosa que la ley de la manifestación y los ciclos naturales de alternancia. Como señala Campbell,

«la causa primera produce efectos duales dentro del marco del mundo: el bien y el mal» (p. 362).

Esta alternancia es parte del ciclo cosmogónico, donde lo Uno se precipita en lo múltiple, creando la ilusión de contrarios irreconciliables.

«La vuelta que da el ciclo cosmogónico en su avance precipita a lo Uno en lo múltiple. Una gran crisis, una falla parte el mundo creado en dos planos del ser aparentemente contradictorios... Aun así, sabemos que el Motor Inmóvil está operando entre bambalinas, como un titiritero» (p. 432).

Este titiritero, símbolo de la fuerza trascendente que mueve el universo, indica que lo que percibimos como mal o bien es solo una parte del espectáculo del tiempo, caracterizado por la alternancia regular de estas fuerzas. De hecho, Campbell observa que

«desde la atalaya que constituye el ciclo cosmogónico, el espectáculo del tiempo se caracteriza por la alternancia regular del bien y el mal... La vida surge, precipita formas, luego decae, no deja atrás sino desechos» (p. 432).

En este sentido, el ciclo de la vida y el universo refleja esta dualidad aparente:


«la emanación conduce a la disolución, la juventud, a la vejez, el nacimiento, a la muerte... La edad de oro, el reino del emperador del mundo, alterna con el erial, el reino del tirano, en el pulso que es cada instante de la vida. El dios que es creador se convierte al final en el destructor» (p. 432).

Así, lo que consideramos mal no es más que una fase del ciclo natural de creación y destrucción, una necesidad en el proceso de manifestación.


El mal, por lo tanto, es percibido como tal solo cuando no se ha hecho el viaje heroico de la consciencia. Una vez completada la gesta heroica, la percepción se transforma. Desde una perspectiva trascendente, se revela que, aunque el mal y los villanos

«puedan triunfar en el mundo espaciotemporal, tanto ellos como su influencia desaparecen sin más cuando la perspectiva cambia a lo trascendente. Confunden la sombra con la sustancia: simbolizan las imperfecciones inevitables en el reino de las sombras, y no se puede acabar con ellos mientras estemos a este lado del velo» (pp. 362-363).

En este contexto, el mal y la oscuridad son percepciones ilusorias producidas por la naturaleza de la manifestación.

Finalmente, Campbell subraya que

«el cambio de perspectiva, del reposo de la Causa central a los turbulentos efectos periféricos» (p. 357)

que se representa con la Caída de Adán y Eva del Jardín del Edén debe realizarse, inversamente, como un viaje heroico de “retorno”, que permitirá trascender las limitaciones del ego y alcanzar una conciencia superior. Este cambio de perspectiva permitirá al héroe ver más allá de las aparentes contradicciones y comprender que

«la creación, las formas, el tiempo que salen de la eternidad» son parte de «el secreto germinal del padre» (p. 191),

un misterio que nunca puede ser completamente explicado, pero que contiene la clave de la armonía universal.


En conclusión, el mal y la oscuridad, desde esta nueva perspectiva, no son más que ilusiones creadas por la naturaleza del ciclo cósmico. Estos conceptos, aparentemente opuestos al bien y la luz, son en realidad manifestaciones temporales que se disuelven al alcanzar una comprensión más profunda de la unidad subyacente a todas las cosas. Así, la culminación del viaje heroico no solo reconcilia al héroe con la existencia del mal, sino que le permite ver más allá de las ilusiones y comprender la armonía oculta en el ciclo eterno de creación y destrucción.

 


Quien ha alcanzado la apoteosis y regresa al mundo ordinario con el Conocimiento unificador, enfrenta la ardua tarea de transmitir ese saber.

Campbell señala que para el héroe que ha alcanzado el elixir del conocimiento

«el requisito más difícil de todos es el regreso y la reintegración a la sociedad, indispensable para que la energía espiritual siga circulando por el mundo» (p. 59).

El héroe debe cruzar

«el umbral más difícil y paradójico, cuando… regresa al país de todos los días desde el reino místico. Con el don que lleva debajo del brazo, tiene que volver a respirar la atmósfera de esos seres humanos que, siendo meros fragmentos, se creen completos» (p. 275).

Otro riesgo es que la experiencia inefable del héroe sea filtrada por la racionalidad y pierda sustancia el mensaje trascendente

«la dádiva que el héroe trae de las profundidades trascendentes es de inmediato racionalizada y se convierte en algo insignificante, y entonces hace todavía más falta otro héroe que le dé nuevo sentido a la palabra» (p. 278).

La mayor dificultad es, entonces,

«¿cómo verter al idioma que se habla en el mundo de la luz los pronunciamientos de lo oscuro, que hacen que salten las costuras del discurso? ¿Cómo traducir en términos del ‘sí’ y el ‘no’ revelaciones que darían al traste con todo intento de definir los pares de opuestos?» (p. 278).

Campbell advierte de la paradoja que puede vivir el héroe a su regreso, a causa de la falta de herramientas de interpretación simbólica de aquellos que reciben el mensaje.

«A menudo la sociedad en la que vive le rinde honores, pero a menudo también lo desprecia y no lo reconoce. Él, o el mundo en el que se halla inserto, padece una insuficiencia simbólica» (p. 60).

 

Dios y los dioses son símbolos de la inefable Realidad trascendente

Los dioses, en su esencia, no son más que

«personificaciones simbólicas de las leyes que gobiernan dicho fluir» (p. 326)

de la realidad universal. A través de ellos, el mito nos guía hacia un entendimiento más profundo. En este sentido,

«Dios y los dioses son sólo los medios puestos a disposición, partícipes en sí de la naturaleza del mundo de los nombres y las formas»,

pero su propósito último es más trascendental:

«hablan también de lo inefable y a ello conducen en última instancia».

Así, los dioses no son fines en sí mismos, sino

«meros símbolos que sacuden la mente y la despiertan, convocándola a un espacio más allá de sí mismos» (p. 323).

 


Es un error tomar de forma literal las formas y nombres de los arquetipos heroicos y del Absoluto trascendente, en lugar de interpretarles simbólicamente

Por lo dicho antes, estas historias mitológicas deben ser interpretadas de forma simbólica. Como dice Campbell,  

«No nos importa mucho que Rip Van Winkle, Qámar al-Zamán o Jesucristo vivieran o no. Lo que nos concierne son sus historias, y se trata de historias distribuidas tan a lo largo y ancho del mundo, unidas a héroes tan distintos en tan distintos países, que la circunstancia de que este o aquel portador del motivo universal haya sido un personaje histórico y viviente es del todo secundario. Hacer hincapié en dicho elemento histórico lleva a confusión y ofusca el mensaje simbólico».

Para Campbell, es del todo necesario comprender

«que los dioses y las diosas son encarnaciones y custodios del elixir del Ser Imperecedero, pero no propiamente este Ser Ulterior en su estado primigenio. Por tanto, lo que el héroe busca en su relación con los dioses y las diosas no es en última instancia a ellos mismos, sino su gracia, esto es, el poder de la sustancia que los sustenta. La energía de esta sustancia milagrosa: eso, y no otra cosa, es lo Imperecedero; lo que va y viene son los nombres y las formas de las deidades que la encarnan por doquier, la otorgan y representan.»  (p. 233)

Campbell resalta que

«los símbolos son solo la letra del mensaje, no hay que confundirlos con el término al que en última instancia remiten, el tenor de su referencia. Por muy atractivos que nos parezcan, por mucho que nos impresionen, no dejan de ser un medio conveniente, acomodado al entendimiento.» (p. 298)

y nos advierte que

«Confundir el tenor con la letra puede llevarnos al derramamiento no sólo de tinta carente de valor, sino también de sangre inestimable.» (p. 299)

Campbell también subraya que prácticamente todas las tradiciones del mundo asumen la naturaleza secundaria en la personalidad de la deidad que adoran.

«Sin embargo, en el cristianismo, el islamismo y el judaísmo se enseña que la personalidad de lo divino responde a rasgos definitivos. Por eso los miembros de estas comunidades de fieles lo tienen difícil para comprender cómo se puede ir más allá de las limitaciones de su propia divinidad antropomórfica.»

y señala este hecho como causa de que se haya generado  

«por una parte, la general ofuscación de los símbolos y, por otra, una obsesión fanática con el dios que no tiene parangón en la historia de las religiones.» (p. 323)

 


El viaje individual es un reflejo, como una especie de expresión fractal, del viaje del Todo

La travesía microcósmica del ser humano —exilio, logro del conocimiento trascendente, retorno al hogar— refleja la travesía del cosmos desde lo inmanifestado hacia lo manifiesto, para luego retornar a la disolución. Como explica Campbell,

«la redención consiste en el regreso a la supraconsciencia y, de ahí, a la disolución del mundo. Este es el gran tema y formulación del ciclo cosmogónico, la imagen mítica de cómo el mundo alcanza la manifestación y vuelve consiguientemente a su condición no manifiesta».

Este ciclo cosmogónico, que

«late y se manifiesta, y luego vuelve a lo no manifiesto, rodeado del silencio de lo desconocido» (p. 322).

El héroe, arrojado a la aventura de la vida humana, atraviesa un proceso similar al del cosmos. Experimenta la contracción del campo de la consciencia

«de tal manera que las líneas maestras de la comedia humana acaban difuminadas en un revoltijo de intenciones contradictorias» (pp. 379-380),

llevando a la pérdida de perspectiva y a la caída en el error. Sin embargo, este viaje interior lo lleva a enfrentarse con lo más profundo de su ser:

«el hijo del destino tiene que enfrentarse a un largo período de oscuridad... lo que palpa son las sombras ignotas» (p. 401).

Al igual que el cosmos, donde

«el ciclo cosmogónico precipita a lo Uno en lo múltiple» (p. 348),

el héroe debe descender para «establecer de nuevo contacto con lo infrahumano» (p. 391), enfrentando las contradicciones y la dualidad de la existencia. Este proceso no es solo individual, sino que refleja un patrón universal donde

«tal y como la historia del universo, así sucede en la de las naciones: la emanación conduce a la disolución, la juventud, a la vejez, el nacimiento, a la muerte» (p. 432),

un ciclo que culmina en la disolución tanto del individuo como del universo:

«así como la forma creada del individuo debe disolverse, igual ocurre con la del universo» (p. 456).

En su travesía, el héroe no solo refleja, sino que encarna el viaje del Todo, uniendo en su experiencia personal el mismo ciclo de creación y disolución que rige el universo.


[2] Distingo «Iniciación» (con mayúscula) como el culmen del proceso iniciático, mientras que «iniciación» puede referirse a una etapa dentro del proceso o al rito.

[3] Unidad (con mayúscula) en referencia a la unidad trascendente.


Conclusión 

Como hemos visto, Campbell no expone en su Viaje del héroe una simple travesía social o una aventura psicológica y emocional de un individuo que "supera sus adversidades". Más bien, nos habla de la «alta aventura del alma», de las leyes universales, del Todo. De lo Uno, su expansión en la multiplicidad de la manifestación, y el regreso a la unidad, el «campo indiferenciado». En otras palabras, su libro es una escuela de Misterios disimulada en un estudio de mitología comparada. Una obra que, como todo arcano, en última instancia, está destinada a aquellos que tienen ojos para ver más allá de la letra muerta y preparan sus oídos para escuchar «la música inaudible de la concordia universal».

«Pasan las generaciones de individuos, cual células anónimas de un organismo vivo, pero permanece la forma intemporal sustentadora.» (pp. 467-468).

Gracias, siempre, a l@s herman@s transtemporales; aquell@s que, desde las más diversas áreas del conocimiento humano, nos acercan una brana[4] desde la cual podemos aproximarnos al Todo que intuimos con íntima certeza.


[4] El concepto de 'brana' proviene de la física teórica, donde describe superficies multidimensionales que nos permiten explorar nuevas formas de percibir la realidad y el Todo. Aquí, se utiliza metafóricamente para expresar la conexión entre el conocimiento humano y la búsqueda espiritual.



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